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CV Opinión cintillo

¿Jueces negacionistas?

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No, no es lo mismo ver a Mussolini colgado boca abajo en la gasolinera de una plaza de la periferia milanesa, o saber que Hitler se voló la tapa de los sesos en el búnker-necrópolis berlinés, que asistir por la televisión a un entierro multitudinario del general Franco, el amigo íntimo de esos dos sanguinarios dictadores. Mucha gente desfilaba ante su féretro, como si se les hubiera muerto un torero o una tonadillera de renombre. Franco fue un hombre afortunado: el día del deceso del Caudillo llegó treinta años después que el del Führer y el del Duce. Eso ofrece muchas ventajas. Murió plácidamente en un hospital frente al visor de la kodak de su yernísimo, el marqués-médico, o viceversa. Alemanes e italianos, que le ayudaron a ganar una guerra contra su propio pueblo, fueron víctimas de escarnio, de juicios sumarísimos y, sobre todo, de películas americanas. Franco aprendió rápido: los campos de concentración, una vez terminada su función de exterminio, fueron borrados del mapa; las aberraciones y las persecuciones políticas, encubiertas; la ideología falangista fue arrojada al contenedor de los desperdicios y los españoles fueron adoctrinados con saña por la escuela, la Iglesia y el Marca. Franco dispuso de muchos años por delante para enterrar los vestigios del horror, para sepultar los rastros evidentes de su represión sistemática. Por ese motivo han proliferado tantos negacionistas, muchos de ellos entre la judicatura.

No es lo mismo que al tirano italiano lo abatiera a tiros un partisano, o que la llegada de las tropas soviéticas a Berlín precipitara el suicidio de Hitler, que morir arrullado por los sollozos de un desconsolado Arias Navarro, su presidente del gobierno. A su entierro solo acudieron el príncipe de Mónaco, el rey de Jordania y el dictador chileno Augusto Pinochet, otro desalmado que también practicaba las desapariciones en masa de opositores. Franco tuvo muchos años para dibujar, con sus censores favoritos, y con la tortura de su policía política, una imagen distorsionada distinta a la acontecida. Muchos creyeron esas patrañas, entre ellas algunas personas instaladas en altos tribunales.

En España nos inocularon propaganda franquista hasta en la sopa. El sátrapa hispano salía favorecido en el NO-DO, y tras ese bombardeo mediático pensábamos que los malos eran el italiano y el alemán, los cuáles precisamente ensayaron su maquinaria de guerra en España, incluidos objetivos civiles como el mercado de Alicante. Para muchos incautos, Franco solo era un abuelito simpático que pescaba salmones grandes y que ofrecía arengas patriotas desde el balcón del palacio de Oriente, achacando la culpa de todo a los judíos, masones y comunistas.

Sabedor de lo ocurrido con sus compinches, Franco puso sus barbas a remojo. Así expurgó papeles comprometedores, reescribió la historia y lavó el cerebro de sus compatriotas a su antojo. Centros de reclusión y de exterminio fueron desguazados. Algunos, como el de Albatera (nuestro Auschwitz particular), fueron desmantelados. Había que tapar las vergüenzas del régimen y disimular lo que algunos historiadores han denominado el Holocausto español. Nuestros políticos, algunos socialistas, han sido demasiado timoratos a la hora de lavar nuestra penosa imagen de sometimiento y han sido incapaces de romper amarras con el franquismo. Por ello no nos extrañemos del benévolo juicio que todavía recibe por algunos aquella dictadura atroz.

Ahora, otra vez, es el poder judicial el que frivoliza con el franquismo. La dictadura dejó una lamentable huella de ignorancia, de incultura y de autoritarismo en más de una generación de españoles. Esa rémora es dañina. Todos llevamos -muchos sin querer- un negacionista dentro de nosotros mismos. Los magistrados han vuelto a blanquear aquel régimen genocida; a Garzón su osadía le salió cara. Algunos jueces, con tics autoritarios, se niegan a blindar nuestra democracia. En Alemania, ese permisivo talante con el fascismo, les habría supuesto quizá suspender las oposiciones.  

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