Las cuatro libertades y el terror global
En enero de 1941, Franklin Delano Roosevelt pronunció un discurso que se haría famoso. El presidente del New Deal tomó dos ideas de la primera enmienda de la Constitución de los Estados Unidos y añadió otras dos para plantear cuatro libertades fundamentales que deben defenderse de forma conjunta y universal: la libertad de expresión, la libertad de creencia y de culto, la libertad de no vivir en la miseria y la libertad de vivir sin miedo.
Pese a la oposición de la derecha política y económica de entonces, Roosevelt, un líder demócrata que promovía los derechos sociales, era consciente de que su país tendría que implicarse en la Segunda Guerra Mundial para luchar contra la devastación que causaban en el mundo el fascismo y el nazismo. Preparaba con su “discurso de las cuatro libertades” un marco conceptual que acabaría inspirando, años después de su muerte, la Declaración de los Derechos Humanos.
Aquella concepción internacional de la seguridad humana, que estaría vigente en todo lo que quedaba del siglo XX y que todavía pervive, vino condicionada por la irrupción de ese monstruo de la modernidad que es el totalitarismo. Y abrió una página que llevó a un enérgico pacifista como Bertrand Russell a apoyar la participación en la guerra y asumir, tras ella, que la filosofía tenía la misión de intentar enseñar a vivir sin certidumbre y, al mismo tiempo, a no dejarse paralizar por la duda.
Si el totalitarismo amenazaba con producir sociedades en las que no valía la pena vivir por falta de libertad de pensamiento, de expresión y de acción, el terrorismo global ataca brutalmente más de medio siglo después la cuarta libertad, la de vivir sin miedo, con la intención precisamente de que el pánico lleve a las sociedades a conculcar las otras libertades hasta destruir los valores de las democracias modernas y hacerlas caer. Su éxito, en buena medida, consiste en nuestra división.
Por eso es importante el clamor colectivo contra el miedo tras los atentados del 17 de agosto en las Ramblas de Barcelona y en Cambrils. Aún más después de conocer por la investigación policial la intención de los autores de la masacre de cobrarse mucho más que esa quincena de vidas segadas por un grupo de jóvenes convertidos en asesinos bajo la influencia de un imán.
Obviamente, el fanatismo y el totalitarismo, de inspiración ideológico-religiosa, están detrás de la estrategia de terror global que se ejecuta en nombre del denominado Estado Islámico. Pero desde el ataque de Al Qaeda a las torres gemelas de Nueva York en 2001 el procedimiento ha acumulado -con el indudable aliento de aquel inmenso error que fue el pacto de las Azores oficiado por Bush, Blair, Aznar y Durao Barroso- un inquietante poder simbólico de autodestrucción.
Dos figuras clave de la filosofía crítica como Jürgen Habermas y Jacques Derrida dedicaron en 2003 sendos diálogos con Giovanna Borradori a analizar este otro monstruo nacido de la modernidad y sus contradicciones. Sus enfoques, tan diferentes, reflejaron muy bien las dos principales formas de abordar el fenómeno. Para el intelectual alemán, el terror global era un síntoma del fracaso de la comunicación (entendida como deliberación para producir consensos) entre el mundo occidental, democrático y rico, y el “otro mundo”. El filósofo francés, por su parte, consideró que el terror indica la marginación del “otro” en el seno de una modernidad que ha aplastado la tradición y la fe.
Ambos coincidieron, sin embargo, en el carácter simbólico, espectacular, con el que opera ese terror. Dicho de otra manera, sin los medios de comunicación no podría haber terrorismo global. Lo que sitúa el comportamiento de los periodistas, y de los usuarios y gestores de redes sociales por añadidura, en una posición de especial responsabilidad. El dilema no consiste en qué se debe permitir y qué no, ni en si se deben contar las cosas. El problema está más bien en cómo hacerlo. Y en ese ejercicio es esencial que se pueda expresar una sensibilidad plural. Lo único necesario es no perder la dignidad ni hacer que la pierdan los demás.
Algo de trampa hay, sin embargo, en quienes justifican ahora la publicación de planos de los cuerpos sin vida de las víctimas porque entienden que, en caso contrario, se autocensurarían, mientras hace tiempo que apostaron por no publicar imágenes ni videos de las ejecuciones y degollamientos de rehenes inocentes divulgados por el yihadismo armado. ¿No tienen unos y otros las mismas implicaciones propagandísticas?
Más allá de la histeria de elementos racistas y xenófobos o de ciertos extremistas políticos y mediáticos para quienes vale todo con tal de culpar a sus enemigos de cualquier infamia (ha habido ejemplos deleznables que no merecen mayor comentario), habría que detenerse a pensar si tiene algún sentido relacionar con el atentado la polémica sobre el turismo, el conflicto independentista en Cataluña o la utilización del catalán en las comparecencias públicas. ¿Es el escenario traumático de una masacre el marco donde dirimir las discrepancias de una sociedad civilizada?
Más pertinente resulta evaluar en qué se ha acertado y en qué no en términos de respuesta policial, sobre todo para aprender de los errores y los aciertos, no tanto para buscar chivos expiatorios de una agresión de perfiles imprevisibles y mucho menos para orquestar una campaña contra un cuerpo como los Mossos d'Esquadra por motivos ajenos a la seguridad. La lucha contra el terrorismo global es, sobre todo, preventiva y se basa en una buena y coordinada información que ha permitido evitar otros muchos intentos y que desgraciadamente no ha conseguido detectar esta y otras amenazas con sus dolorosos resultados.
Cuando se polemiza sobre la instalación de bolardos o barreras en las calles y plazas para defenderse de ataques como el de Las Ramblas no habría que perder de vista que esa lógica se mueve en espiral hacia el infierno de ciudades como Bagdad o Kabul, donde los potenciales objetivos viven protegidos por bloques de hormigón, muros y sacos terreros. La prudencia desaconseja cualquier exageración.
El terror global es mutante: empezó estrellando aviones contra rascacielos, hizo después saltar trenes y autobuses por los aires, utilizó coches bomba, ametralló multitudes en recintos de conciertos, atropelló al gentío con camiones, ahora con furgonetas, y acabó acuchillando indiscriminadamente a viandantes. Quién sabe cómo matará mañana.
Por otra parte, la represión tiene un escaso efecto en quienes practican una ideología asesina y suicida al mismo tiempo. De ahí que medidas antiterroristas como la reforma del Código Penal hayan servido para deteriorar con condenas y cárcel el espacio de la libertad de expresión, en las redes y fuera de ellas, pero resulten inútiles contra los violentos.
Tiene, sin duda, la comunidad musulmana, con el apoyo de todos, la necesidad de diagnosticar y atajar los factores que han permitido que un puñado de jóvenes que no vivían en una masificada banlieue de los alrededores de París sino en Ripoll, una ciudad mediana de la Cataluña profunda, que estudiaron en el instituto y hacían vida normal, se hayan transformado en máquinas de matar y de hacerse matar por la influencia de un oscuro religioso con antecedentes penales. De ninguna manera pueden ampararse el odio y la atrocidad en la libertad de culto.
Evitar que en nombre de la cuarta libertad se socaven las otras tres es una forma capital de luchar contra el terrorismo, y no está reñido con la catarsis. Al contrario, proclamar colectivamente que no tenemos miedo es expresar que no vamos a caer en el juego macabro con el que se nos quiere deshumanizar.
Tampoco deben hacerlo quienes están tentados a aprovechar ventajas, reales o supuestas, propiciadas por sucesos tan dramáticos. En marzo de 2004 un Gobierno mintió tras la masacre en los trenes de cercanías de Madrid para salvar sus expectativas electorales y lo pagó en las urnas, pero la ponzoña de aquella mentira persistió en ciertos medios de comunicación durante bastante tiempo. Hoy, el mismo partido intenta escudarse en la conmoción generada por el atentado para que el presidente no responda en el Congreso de graves casos de corrupción que nada tienen que ver con el terrorismo. La manipulación de un atentado con fines partidistas demostró ser tan repugnante como inflamable en términos de opinión pública y nadie debería caer en algo parecido otra vez por mucha razón de Estado o mucho compromiso soberanista que se quiera esgrimir de un lado u otro.
Es noble y democrático llorar por los muertos y admirar los heroísmos que encierra una tragedia como la de las Ramblas, apostar por la solidaridad, sentirse unidos en la ciudad y hasta encontrar motivos para reirnos juntos de la solemnidad impostada de quien solo predica la barbarie. Son emociones a las que están obligados a responder quienes actúan en la esfera pública, sean políticos, policías, curas o periodistas, manteniendo la compostura y huyendo de extremar el juicio. Unas dosis de templanza harían mucho bien.