Lo siento, Évole
La trinchera donde se guarecen los periodistas del fuego cruzado, amigo o enemigo, es cada vez más angosta, hiede peor y en ella reina una humedad del demonio. En el refugio donde se apostan los periodistas más intrépidos con las bayonetas caladas se pasa canutas y, a veces, toca comerse algunos sapos de más. Recuerdo una vez en mi trayectoria como periodista de campaña que un asesino muy, muy, en serie me ofreció, a través de su abogada, una entrevista desde su celda en una penitenciaría valenciana. No es que me fueran a pagar más por ello, pero mi celo profesional me dictaba que aquello prometía ser una noticia bomba.
Escuchar por primera vez a un joven bien parecido que mataba mujeres al por mayor tenía su aquel, su dosis de truculenta exclusiva. La víspera de la reunión con aquel reo calculé el tamaño que la portada de aquel periódico -de tirada nacional y con sobrada reputación- iba a dedicar a aquella charla con aquel criminal que había permanecido cabizbajo y en silencio durante todo su macrojuicio. Muchos otros medios me citarían posteriormente y aquellas declaraciones correrían como la pólvora.
Me las prometía muy felices hasta que lo comenté con un jefe de Madrid, que cobraba mucho más que yo y al que se le suponía por ello más criterio profesional que el de un periodista de provincias. El alto mando del periódico dijo que no les interesaba para nada. “Si ya ha sido juzgado y condenado, ese asesino no tiene nada que decirnos. Haberlo pensado antes”, me soltó muy seguro de sí mismo. El castillo de naipes se me desmoronó: me costó lo mío desechar el ofrecimiento de aquel sádico individuo que había liquidado y truncado demasiadas vidas de mujeres jóvenes. El contacto y las preguntas se las cedí a una periodista de la competencia a coste cero. Al día siguiente, aquel otro diario llevaba el tema en primera página para toda España.
La única recompensa que me llevé fue el rancho de ética, la ración de decencia profesional con pan con tomate. Aquel jefe era de los que decían, cuando asomaba algún caso de violencia de género, que si los vecinos de escalera de un maltratador que había descuartizado a su señora juzgaban que era una buena persona, tirara de inmediato dichas manifestaciones a la papelera. Según él, no podía ser un buen tipo el asesino de su pareja, por muchos buenos días que diera al montarse en el ascensor con una viejecita renqueante y sorda.
Después de mil batallas periodísticas me veo de nuevo en una tesitura parecida; ahora como consumidor de programas de televisión. Para este domingo, Jordí Évole, un periodista fascinante y audaz, ha programado una entrevista con un señor que nos llevó engañados a una guerra de verdad, que nombró un gobierno repleto de carteristas, que privatizó lo que no está escrito sin saber dónde fue a parar aquel dinero ni que pasó con los trabajadores excedentes que aquellas medidas arrojaron por la borda. El expresidente Aznar ha accedido a hablar para La Sexta. Al señorito ahora le apetece hacerse oír. Si aquel superior aventajado que tuve estuviera todavía en activo seguro que me sugeriría que cambiara de canal: “puede intoxicarte”.
Si Aznar desea mostrar menosprecio a Rajoy, decir que no sabe quién es Bárcenas, dar lecciones a Casado o sentar cátedra sobre el Bien y el Mal que elija a otros espectadores más incautos. Se me antoja extraño que ese periodista tan majo quiera blanquear a un maleante como el señor Aznar. Si quiere publicidad que se la pague con los sueldos estratosféricos que recibe de empresas cotizadas o con los negocios turbios familiares que mantienen como si fueran gángsters. Lo que diga no debería interesarnos para nada: quedan ustedes avisados.
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