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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

CV Opinión cintillo

El periodo 'fake'

Rupert Murdoch.

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Pilar Baselga, una mujer que se dedica, entre otros bulos, a expandir en programas de televisión y en redes sociales calumnias sobre la esposa del presidente del Gobierno de España, explica a sus seguidores, tras ser denunciada en los tribunales, que lo suyo es “una guerra espiritual del mal contra el bien”. El presidente de Fox News, Rupert Murdoch, infinitamente más cínico, reconoce ante un tribunal que su cadena de televisión ha promovido la idea de que Donald Trump no perdió las elecciones en Estados Unidos frente a Joe Biden pese a que sabía que el supuesto fraude electoral nunca existió, y confiesa: “Podría haberlo parado pero no lo hice”. Desde una pirada del submundo conspiranoico en España hasta el magnate de uno de los principales grupos mediáticos globales, la verdad parece haber perdido todo valor. Es el signo de un tiempo en que la mentira infecta como nunca la comunicación y la política.

La cara oscura de la modernidad se exhibe en esta época con ese mecanismo de viralización de la falsedad más descarnada gracias a la globalización, la inmediatez de la comunicación y la proliferación de intoxicaciones mediáticas para consumo doméstico. En Estados Unidos se ventila en un juicio si las plataformas digitales como Twitter, Facebook o Google son responsables de recomendar y promocionar el contenido que publican los usuarios cuando se trata de organizaciones terroristas, lo que puede afectar del mismo modo a su responsabilidad sobre la difusión, en general, de contenidos que atentan contra la verdad hasta el extremo de resultar delictivos. Son plataformas de gigantesco alcance que han expropiado a los medios de comunicación tradicionales la función de difundir información (una información que en su caso producen otros), pero que están funcionando en una especie de tierra de nadie respecto a las obligaciones que las leyes imponen a los contenidos de diarios y cadenas de radio y televisión en sus correspondientes países. Mientras tanto, campañas políticas y luchas ideológicas chapotean en el fango de la tergiversación, la descalificación sumaria y la demolición del prestigio de personas e instituciones como si no existiera posibilidad alguna de establecer hechos ciertos y argumentos veraces, en una especie de imperio del fake al que se han adherido con entusiasmo todo tipo de oligarcas multimillonarios, sátrapas en el poder y mercenarios del infundio.

No es fácil establecer cuándo empezó esta fase oscura de la modernidad radicalizada, cuándo mutó la mentira clásica en la política, que se basaba fundamentalmente en el secreto de Estado o la descalificación de la verdad como una simple opinión de parte, para transformarse en una manipulación masiva mediante la creación de relatos alternativos de vertiginosa difusión, como bombardeos de racimo en una auténtica guerra de mentiras. Hay quienes sitúan un posible origen o punto de inflexión en los “papeles del Pentágono”, que reveló The New York Times en los años setenta del siglo pasado y que pusieron en evidencia la sostenida falsedad de la narrativa oficial del Gobierno de Estados Unidos sobre la evolución real de la guerra de Vietnam. Han venido después episodios similares, como las fantasmales armas de destrucción masiva que se inventaron en la guerra de Irak; la falsa atribución a ETA de los atentados islamistas del 11 de marzo de 2004 en Madrid o, ahora mismo, la aberrante pretensión de Putin de que intenta invadir Ucrania para “desnazificar” ese país, solo por hacer referencia a algunos de los más groseros.

Convertida la demagogia a un formato digital potencialmente viral, se ha contagiado la deformidad a muchos ámbitos de una conversación pública socavada por una creciente desconfianza hacia la política, la prensa y el debate inherente a toda sociedad plural. Con efectos perversos de todo tipo. En las elecciones de medio mandato en Estados Unidos fue elegido un congresista republicano llamado George Santos cuya biografía y currículo han resultado ser absolutamente falsos, un personaje a quien persiguen por fraude en Brasil y que se niega a dimitir. Paul Krugman reflexionaba en un artículo reciente sobre las teorías de la conspiración que atribuyen al Gobierno federal la culpa de un grave descarrilamiento de tren ocurrido en East Palestine, Ohio, una comunidad blanca rural, con el argumento de un presentador de Fox News que acusó al ejecutivo de Joe Biden de estar “derramando químicos tóxicos sobre las personas blancas pobres”. Señalaba Krugman, estupefacto: “Es repugnante. También es asombroso. Me parece que los comentaristas de derecha acaban de inventar una nueva clase de teoría de la conspiración, una que ni siquiera trata de explicar cómo se supone que funciona la supuesta conspiración”.

Seguro que nos vienen a la cabeza manipulaciones similares, casi tan repugnantes, en las redes sociales y en publicaciones y medios de nuestro país a propósito del actual Gobierno español. ¿Recordamos las barbaridades que recorrieron las redes durante la pandemia? Sabemos también, porque lo ha revelado una investigación judicial, que un ministro del Interior, en la época del PP, utilizó a la policía para difamar a dirigentes de fuerzas políticas rivales, fabricando imposturas e incluso documentos ficticios en uno de los usos más obscenos de los aparatos del Estado que se hayan dado en España. Y podríamos seguir.

La respuesta de las sociedades democráticas al auge de las fake news es incipiente, pero existe y va inexorablemente a más: desde la introducción a la cultura de internet en los sistemas educativos hasta la promulgación de la reciente, e importante, ley europea de Servicios Digitales (que establece normas comunes a los intermediarios y procesos de rendición de cuentas con el objetivo de poner freno al contenido ilícito, responsabilizar a las plataformas digitales de sus algoritmos y mejorar la moderación de los contenidos); pasando por la actuación de fiscalías especializadas contra los delitos de odio; los programas gubernamentales y de la UE (pero también aquellos surgidos de iniciativas civiles) contra la desinformación; el activismo antifascista en la red o los medios expertos en combatir los bulos y las informaciones falsas mediante la verificación de hechos o fact check. El periodismo, a su vez, trata de recuperar su prestigio y la validez de las cabeceras que lo ejercen con unas reglas claras en medio de una crisis de modelo tecnológico, de relación con las audiencias y de negocio que ha acentuado la confusión y que todavía está lejos de resolverse.

Hannah Arendt, una pensadora a la que el tiempo no deja de revalorizar, apuntó que la mentira política moderna de consumo masivo pone en cuestión un aspecto fundamental de cualquier comunidad humana, la existencia de una realidad común y objetiva, y que eso nos impide distinguir lo verdadero de lo falso y ejercer la capacidad de juzgar los hechos y comprender el mundo. El gran desafío de la democracia radica de forma apremiante en contener esa distorsión sin menoscabar la libertad de expresión.

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