Piedras de papel es un blog en el que un grupo de sociólogos y politólogos tratamos de dar una visión rigurosa sobre las cuestiones de actualidad. Nuestras herramientas son el análisis de datos, los hechos contrastados y los argumentos abiertos a la crítica.
Firma invitada: Luis Fernando Medina. Investigador senior del CEACS
Intimidó a las Cortes. Arrestó personas consideradas “sospechosas.” Rompiendo con todos los precedentes quiso perpetuarse en la presidencia. Dio toda clase de tumbos en su política económica. No vaciló en incluir en su coalición incoherente sectores progresistas y representantes de los privilegios más odiosos. Contrariando toda ortodoxia, intervino los mercados, muchas veces con resultados claramente negativos. Sus rivales políticos no cesaban de advertir que estaba destruyendo los fundamentos mismos de la libertad económica y que estaba llevando al país a la bancarrota. Sin embargo, cuando murió después de más de 12 años en el poder, poco después de su cuarta investidura, tras una campaña electoral a la que se presentó visiblemente enfermo, su pueblo lo lloró copiosamente. Había dejado un legado de dignidad para muchos sectores oprimidos a los que ofreció oportunidades y apoyo. Recibió una economía postrada y, así tuviera que ganarse enemigos poderosos, enfatizó con vehemencia el empleo y el bienestar. Aunque aún tiene detractores en su país, hoy es admirado por muchos, incluido quien esto escribe, como uno de los grandes estadistas de su tiempo. ¿Su nombre? Franklin Delano Roosevelt.[1]
Ser del Primer Mundo tiene sus ventajas. Los Demócratas en Estados Unidos pueden rendirle culto a un estadista que, con todos sus defectos, marcó un hito en la historia de su país sin que por ello los formadores de opinión se dediquen a analizar semejante patología psicológica. Nadie habla de exotismos “mágico-religiosos.” Todo el mundo entiende que Roosevelt, con todo y sus errores, dirigió a su país en un contexto turbulento en medio del cual fue capaz de señalar nuevos rumbos que perduraron más allá de él y de sus limitaciones.
Pero tratándose de América Latina las cosas son distintas. Hoy en el mundo muchos sectores lamentan el fallecimiento de Hugo Chávez y de inmediato se nos ofrecen sesudas piezas de psicología colectiva porque, obviamente, hay que estar loco para eso, hay que haber perdido toda capacidad de raciocinio y crítica. La posibilidad de que se puedan criticar los muchos errores y arbitrariedades del Gobierno de Chávez pero al mismo tiempo se trate de aprender de sus logros y ampliar los espacios que abrió es algo que ni siquiera es necesario considerar seriamente.
Pero como la psicología es una ciencia inexacta, hay quienes prefieren acudir a disciplinas más consolidadas para tratar de erradicar este delirio. De ahí la eclosión de análisis comparativos. Chávez contra Lula, Chávez contra Bachelet, Chávez contra Alan García. Pero nada. Los venezolanos insisten en ejercicios irrelevantes tales como el de comparar a Chávez o a Nicolás Maduro con Henrique Capriles. Inexplicable.
De pronto el problema no es de los enfermos sino de los analistas. No tiene sentido comparar países como si se tratara de experimentos controlados, como si “Lula” fuera un antibiótico y “Chávez” un placebo (o un tóxico) que se pudieran intercambiar entre Brasil y Venezuela. Ni siquiera hay un sólo “Chávez.” Chávez llegó al poder en 1999 como un moderado ecléctico y casi es derrocado en el 2002. Entre el 2002 y el 2005 Chávez tuvo poco tiempo para grandes pronunciamientos. La huelga petrolera contrajo la economía en casi un 15%: había que gestionar el desastre como fuera. Es solo hasta el 2006 que Chávez se declara abiertamente partidario del “socialismo del siglo XXI.” Aún así, como todo presidente que tiene programas de transformación radical, como Roosevelt en su tiempo, tuvo que moverse entre muchas aguas, contemporizando aquí, cooptando allá, combatiendo la pobreza en algunos sectores al tiempo que permitía que otros se enriquecieran. Entonces, ¿cuál modelo? ¿cuál comparación?
Un error común de los análisis sobre Venezuela es aceptar precisamente las premisas que deberían estar en discusión. El ímpetu fundamental del chavismo fue precisamente su rechazo a la ortodoxia predominante que dicta muchos de los criterios de evaluación.
Tomemos por caso la política macroeconómica. Venezuela tiene hoy una tasa de inflación mucho más alta que la de la mayoría de los países de América Latina. Pero consideremos los siguientes gráficos.[2] Ambos representan la relación entre crecimiento económico y desempleo (la llamada “ley de Okun”) en Venezuela en dos periodos: antes del 2000 y después del 2005. Excluyo los años 2002-2005 porque se trata de años a todas luces anómalos debido a la huelga petrolera, con bajones escalofriantes y crecimientos exorbitantes.
Obviamente, con tan pocos datos es difícil extraer conclusiones robustas pero sí quedan claras dos cosas. Primero, el nivel de desempleo promedio pasó entre ambos periodos de 9.7% a 8.9%. Segundo, la relación entre ciclo económico y desempleo se ha atenuado: las recesiones de ahora acarrean menores niveles de desempleo que las de antes. Dicho brevemente, durante el Gobierno de Chávez ha habido un énfasis en el pleno empleo mayor que el que hubo durante gobiernos anteriores. Este énfasis tiene costos, especialmente en términos de inflación y déficit fiscal. Una política de pleno empleo bien puede generar brotes inflacionarios y Venezuela es un claro ejemplo de ello. Pero ese es el punto: el Gobierno venezolano ha tomado la decisión de tolerar niveles de inflación relativamente altos a cambio de mantener un desempleo bajo. Una espiral inflacionaria siempre es un desastre. De eso no hay duda. Pero Venezuela ha evitado ese escenario: después de los alarmantes niveles del 2008 (30.8%), la inflación venezolana ha bajado un poco (20.1% en el 2012).[3] Dicho sea de paso, la inflación promedio de los años de Chávez es menor que la de los últimos años de la IV República.
Otro ejemplo lo encontramos en las estrategias “micro” y “meso” de estos años. Diversas fuerzas sociales en Venezuela han tratado, con el respaldo a veces vacilante del Gobierno, de abrir espacios para un cambio en el modelo productivo del país. Es así como en Venezuela se han diseñado políticas explícitas de apoyo a la economía cooperativa. En una apuesta muy arriesgada, el Gobierno venezolano optó a partir del 2009 por traspasar al control directo de los trabajadores varias empresas de las industrias básicas, especialmente la siderúrgica SIDOR, con miras a que sirvan de sustento para una plataforma de economía participativa autogestionaria que incluya otros sectores como el de la construcción.
En todos estos frentes, y en muchos otros, los resultados aún dejan mucho que desear. Por ejemplo, la participación del sector informal en el empleo ha cambiado poco, pasando del 45% en el 2000 al 42% en el 2012, y aún este descenso puede ser efímero ya que la cifra fluctúa bastante en torno a estos niveles.[4] Todo lo cual demuestra que una cosa es promover el pleno empleo (labor ya de por sí difícil) y otra lograr que este aumento en la cantidad de empleo se traduzca en un aumento en la calidad del mismo.
Por otro lado, la experiencia venezolana con cooperativas y otras formas de propiedad ha producido, aparte de unos cuantos éxitos, muchísimas decepciones con cooperativas que solo existen en el papel o que naufragan recién creadas. Dentro del “movimiento sidorista” hay repetidas quejas sobre burocratización, politización e ineficiencia. Pero tratándose de un tema en el que aún no hay muchas experiencias, menos aún de la escala acometida por Venezuela, las decepciones de ayer pueden convertirse en el aprendizaje de mañana y el logro de pasado mañana.
¿Qué podemos sacar en limpio de todo esto? Es difícil decirlo. Por supuesto que el Gobierno venezolano ha cometido muchos errores. En tiempos desesperados, como la Venezuela de comienzos del siglo XX o los Estados Unidos de la Gran Depresión, es de esperarse que el Gobierno lance un sinnúmero de iniciativas y que muchas de ellas fracasen. Le pasó a Roosevelt, que, a diferencia de Chávez, no perdió el apoyo de la tecnocracia más calificada, con mayor razón le iba a pasar a Chávez.
Pero más allá de los errores y la corrupción, no es menos cierto que Venezuela ha optado por abordar el problema de la pobreza y el bienestar de una manera distinta a la del “consenso de Washington.” En lugar de concentrarse en las recetas comúnmente aceptadas, tales como las “transferencias condicionales” que tan exitosas han resultado en otros países de América Latina (y que tal vez Venezuela debería incluir en su arsenal), ha enfatizado la creación de nuevos espacios de gestión comunitaria. Esto tiene costos, como ya hemos visto. Pero también ha tenido resultados. El gráfico adjunto, generado por la CEPAL, muestra que Venezuela es el país que más ha reducido el coeficiente Gini (medida de desigualdad) en la región en los últimos años.[5] Si estos resultados se han obtenido en medio de un clima político tóxico, con una Administración con elevados niveles de incompetencia y venalidad, cabe preguntarse qué ocurriría en otros contextos más favorables.
Quien esté buscando un “paraíso socialista” en Venezuela pierde su tiempo. Venezuela no es ni lo uno ni lo otro. Es una sociedad que a finales del siglo XX atravesó una falla sistémica, tanto económica como política, con pocos paralelos en la región. El movimiento chavista surgió como una respuesta y, como todo movimiento de tal tamaño, resultó ser heterogéneo, contradictorio, con elementos corruptos y oportunistas. ¿Podía ser acaso de otra manera?
Escribo estas líneas antes de las elecciones del 14 de abril cuyo resultado los lectores ya conocerán. Como los tiempos son los que son, ojalá el candidato que más votos obtenga termine siendo presidente. Aún si, contrario a los pronósticos más mesurados, el electorado venezolano termina por preferir a Henrique Capriles, Chávez seguirá siendo un caso inusual. La historia está llena de tenientes coroneles golpistas y de caudillos. De todos esos, muchos de ingrata recordación, pocos han usado su momento político para impulsar una transformación social profunda. De los pocos que lo han intentado, muchos han terminado sumiendo a sus países en la miseria o en la tiranía o en ambas. En cambio, Chávez deja tras su muerte un país con enormes retos, con problemas, algunos causados por él, pero también con posibilidades, con experiencias para ampliar y mejorar, con una población movilizada que bajo su liderazgo se atrevió a explorar nuevos caminos.
[1] Roosevelt presionó a la Corte Suprema que había fallado en contra de su New Deal, amenazando con aumentar el número de magistrados. Al estallar la guerra, internó millares de japoneses en campos de prisioneros. Su tercera y cuarta candidatura a la presidencia no tenían ningún precedente y fueron piedra de escándalo en su momento. Su partido incluía elementos socialistas pero también la derecha segregacionista del Sur. Su programa de sustentación de precios agrícolas ha sido ampliamente criticado como un despilfarro de recursos que poco ayudó a combatir la Gran Depresión.
[2] Datos del Instituto Nacional de Estadística de Venezuela.
[3] Los datos son el cambio porcentual en el Indice Nacional de Precios al Consumidor acumulado en el año correspondiente. Datos del Banco Central de Venezuela.
[4] Datos del Instituto Nacional de Estadística de Venezuela.
[5] CEPAL, “Panorama Social de América Latina, 2012.”
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