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Superman, superinmigrante superilegal

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Estoy hasta las narices del cambio climático. Por mí, como si se acaba. De todas formas, avanzamos a paso firme. Estamos en el momento en el que la duda es si ya hemos traspasado el punto de no retorno o si ya es inevitable llegar. No hay más opciones. Para los apóstoles del ‘en verano siempre ha hecho calor’, ‘son cosas de la industria del alarmismo climático’ y ‘mis padres son hermanos’, el primero es el mejor escenario posible. Así, cruzado el Rubicón del fin del mundo por achicharramiento, podrán fijarse nuevas metas negacionistas. El de promocionar la indigencia intelectual bien podría ser la próxima. Cuando crees que no se puede ser más tonto, llega alguien que te renueva el optimismo. Siempre hay partido. Ya se sabe que la estupidez es más interesante que la inteligencia; la segunda es limitada pero la primera no conoce fronteras.

En esta sociedad lisérgica, en la que la Tierra es plana y la Dana, una operación de terrorismo climático de la OTAN, nos están dejando sin capacidad de sorpresa. El disparate de hoy parecerá mañana filosofía clásica gracias a la idiotez que nos espera pacientemente al fondo a la derecha. Pues, precisamente de ahí, nos llega el penúltimo sinsentido. Es la campaña contra la película Superman en Estados Unidos, y que ya ha llegado por estos lares. ¿El motivo? Han descubierto que pinta al Hombre de Acero en plan woke y que está del lado de los inmigrantes. La Fox, la mayor fábrica de telebasura del planeta (no en vano tuvo a Aznar en su consejo de administración), lleva días disparando contra la película de James Gunn. Las redes ultras, que empezaban a recuperarse del soponcio de haber padecido una sirenita negra o un reboot de Los cazafantasmas protagonizado por mujeres, ahora tienen que bregar con un Superman bueno. Pobrecitos.

Greft Gutfeld, uno de los camisas pardas de la cadena de Rupert Murdoch, se despachó a gusto en su programa contra la película asegurando, en un momento en el que la Gestapo de Trump está de caza mayor, que el de los gayumbos rojos no solo se pone del lado de “los inmigrantes” sino que toma partido a favor de la “bondad humana”. Por lo visto, nos quieren lavar el coco los del Catecismo 20-30.

El integrismo de los fans de los tebeos no tiene nada que envidiar al del ala dura de Al Qaeda. Por eso, cada vez que aparece una adaptación, toca soportar el soniquete sobre cómo maltrata al original. En algunos casos -como en Pa’ polla el marino- había motivos para enfadarse, pues traicionaba la esencia del personaje de E.C. Segar, que solo comía espinacas. En el caso que nos ocupa, en cambio, no hace falta ni haber leído un solo cómic del Hombre de Acero para saber que a) es un inmigrante ilegal del planeta Kripton b) que sus padres falsificaron los papeles para darle la nacionalidad c) que pudiendo haber sometido al mundo a sus caprichos, prefirió dedicarse a luchar contra el mal. ¿Dónde está el problema? En la estupidez de los turbofachas, como siempre. Recordemos a beneficio de inventario que los creadores del personaje (Jerry Siegel y Joe Shuster) eran hijos de judíos que salieron de Europa huyendo del antisemitismo. Shuster, canadiense, además era inmigrante.

Superman siempre ha sido un personaje un poco plano. No tiene la gracia de Spiderman cuyo alter ego, Peter Parker, es el eterno falso autónomo. Batman, que despierta sana envidia porque sale todas las noches, ha conseguido, con su rollo atormentado, que olvidemos que es hijo de papá rico y que su fórmula de gastar dinero en armas y solucionar los problemas a palos no ha impedido que Gotham siga siendo un estercolero. Mucha filantropía de gala con champán y canapé, pero más no ha mejorado la vida de los suyos. Superman es más pagafantas, sí, pero tiene a su favor su lado humilde (no olvida que el traje se lo hizo su mamá), siempre ha estado del lado de los débiles, y su peor enemigo es un empresario (es lo único de la historia que no es ficción). Por eso, el extremo centro se identifica más con repartidores de hostias profesionales como El Castigador -por cierto, hijo de inmigrantes italianos-, y esa masculinidad forjada a base de pesas y winstrol.

La cruzada contra Superman suena a broma pero no lo es. Cuando se trata de la ultraderecha, te puedes reír de ellos, pero no con ellos. Y siempre sin olvidar que van en serio. La diputada voxera Rocío de Meer (que parece sacada de “Ocho apellidos nazis”) propuso esta semana expulsar de España a otros tantos millones de inmigrantes que, según ella, han llegado en poco tiempo y no se han adaptado. Teniendo en cuenta que hemos superado ya los 48 millones de habitantes y que, en 1997, cruzamos la barrera de los 40, cabe preguntarse de dónde ha sacado el argumento y de qué cuna se cayó de cabeza cuando era pequeña. Es puro odio disfrazado de rancia españolidad. Por cierto, debería preguntarle a su compañero de trinchera Hermann Tertsch qué costumbres trajo a España desde Austria su padre, admirador del pintor Adolf Hitler.

Da tanta pereza ponerse a defender a los inmigrantes como discutir con la pared. No es cuestión de datos sino de asumir la realidad. Si sumamos lo que aportan al PIB, la cantidad que se dejan en impuestos, cómo nos han enriquecido culturalmente, que son los que se dedican a los trabajos más duros, y blablablá, como se vayan los inmigrantes (o si no siguen viniendo al mismo ritmo) nos estaríamos comiendo las pulseritas de la bandera antes de Navidad para no morir de hambre. Además, si vienen -me refiero a los latinos- es porque antes fuimos nosotros y esta es también su casa. Clasificar a las personas por su estatus administrativo es de ser muy mala gente. Si los voxeros no quieren inmigrantes que se vayan a Kripton, que han puesto columpios. ¡Lo tranquilos que nos íbamos a quedar todos! Teniendo en cuenta lo que aportan, no se iba a notar mucho. Los que sobran son ellos.

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