La persistencia del prejuicio
Los prejuicios matan. Lo sabemos bien en Europa, donde recordamos el horror de los campos de concentración. Lo saben, con su largo historial de racismo, en Estados Unidos, que recientemente rememoró al cumplirse su centenario la masacre de Tulsa, la ciudad de Oklahoma donde una turba de blancos mató la larga noche del 31 de mayo de 1921 a centenares de negros y destruyó las casas y los negocios de miles de ellos. Lo saben también en Galicia, donde una jauría de noctámbulos asesinó de una paliza a Samuel Luiz entre apelativos de “maricón” hace poco más de una semana.
No han faltado teóricos anti-ilustrados que como Johann Gottfried Herder considerasen positivos ciertos prejuicios porque “empujan a los pueblos hacia su centro”, pero explicó bien Theodor Adorno en La personalidad autoritaria que generan actitudes irracionales y mentalidades peligrosas para la convivencia. Tal como lo definió en los años cincuenta del siglo pasado el psicólogo Gordon Allport en La naturaleza del prejuicio, se trata de “una antipatía basada en una generalización inflexible y errónea. Que puede ser sentida o expresada. Que puede orientarse hacia un grupo en su totalidad o hacia miembros individuales del grupo”. Y que acostumbra a ser manipulada con fines poco o muy explícitos hasta llevar en ocasiones a la persecución, el exterminio y el genocidio, pero que siempre justifica la discriminación de alguna minoría. Además de la misoginia, la homofobia y el antisemitismo, el prejuicio es el padre de la xenofobia y el racismo.
Por eso hay que estar alerta también ante su utilización más banal o menos radical por parte de poderes religiosos, oligárquicos, militares, políticos y económicos (no hará falta citar en este punto a Marx, su teoría de la alienación y su crítica de la “ideología alemana”). Los autoritarismos de todos los colores, la explotación y el control social, se han construido históricamente a partir de prejuicios contra los que han luchado los movimientos ilustrados y de emancipación a lo largo de los siglos.
La persistencia de los prejuicios va ligada, es de hecho su condición de posibilidad, a la dominación social. Y se adhiere de forma inextricable al tejido de las democracias de masas. Persisten los prejuicios en la vida social y en el debate público. De ahí la importancia de su denuncia y de la educación para prevenirlos. Porque, como dijo Albert Einstein, “es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”.
Los ejemplos son abundantes. El cartel de Vox en las recientes elecciones autonómicas de la Comunidad de Madrid contra los menores extranjeros no acompañados bajo tutela del sistema de protección, con su manipulación grosera de los datos y su contraposición propagandística típicamente fascista entre la bondadosa pensionista y la amenazadora figura del inmigrante con el rostro cubierto, no es un asunto menor. Y se convierte en un hecho más alarmante cuando unos jueces son capaces de emitir una resolución en la que dan categoría de “problema social” al vomitivo planteamiento.
Las derechas extremas y reaccionarias se han movido siempre en ese terreno viscoso del miedo y el rechazo hacia los diferentes y suelen detectar de inmediato de donde vienen los argumentos que pueden desenmascarar su despreciable juego. Hace unos días, la Universidad Católica de Valencia, creada en la época de hegemonía del PP con todo tipo de apoyos por parte del gobierno autonómico de entonces, celebró el acto de investidura del cardenal Robert Sarah como doctor honoris causa. El purpurado, de origen africano, es la cabeza visible de la oposición ultraconservadora al papa Francisco. Y, además del arzobispo de Valencia, Antonio Cañizares, que no es precisamente un aperturista y que presidía el acto como anfitrión en su condición de “gran canciller” de esa institución privada, destacó la asistencia de la plana mayor de Vox en la ciudad.
Me atrevería a decir que no es el fondo doctrinal lo que de verdad enfrenta a ese sector involucionista de la Iglesia católica con el actual pontífice sino su escaso apego a los prejuicios. La falta de beligerancia del papa Bergoglio con aquellos a quienes la moral católica considera pecadores, su apelación recurrente al ejercicio de la misericordia y aquella respuesta sobre los homosexuales en la que se preguntó “¿quién soy yo para juzgarlos?” resultan mucho más disolventes para los extremistas incluso que su defensa de los pobres y sus críticas a los ricos y los codiciosos. El peligro para ellos es una Iglesia compasiva, que no se fosilice en los prejuicios. Ya ocurrió algo parecido en los años sesenta del siglo pasado con Juan XXIII y su concilio Vaticano II, que abrió algunas puertas a la modernidad e invitó a los cristianos a no tener miedo al mundo, un golpe de timón contra el que la caverna eclesiástica y la curia todavía siguen conspirando.
La resolución del Parlamento Europeo contra la ley impulsada por el primer ministro ultranacionalista Víctor Orban que discrimina a las personas LGTBI en Hungría es un episodio paradigmático de las tensiones que atraviesan las sociedades de masas por la manipulación política de los prejuicios. Hasta la mayoría del Grupo Popular en la Eurocámara apoyó la retirada de fondos al Estado húngaro por legislar contra los derechos fundamentales de un sector de la ciudadanía en base a su orientación sexual. No lo hicieron los populares españoles, metidos en una deriva reaccionaria muy preocupante, a excepción del valenciano Esteban González Pons, cuyas motivaciones no vamos ahora a poner en duda.
En todo caso, combatir las amenazas de cualquier forma de totalitarismo y apoyar la democracia no consiste solo en garantizar procedimientos y libertades sino en no bajar nunca la guardia en el debate de los valores y en la defensa de la tolerancia y de ese “pensamiento relativista” contra el que claman los fanáticos.
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