Soy trotskista
Hace unos meses estuve a punto de ir a la fiesta que el partido trotskista francés celebra cada primavera en un parque a las afueras de París. Iba a viajar con una buena amiga que, en estos días aciagos para la esperanza y la utopía, aún cree en la revolución (o eso cree). De la coherencia de sus convicciones solo diré que ella misma vive en una revolución permanente que afectó profundamente a mi ritmo cardíaco, propulsado durante unas semanas a miles de vueltas por minuto.
Durante días de trepidantes sístole y diástole me imaginé estampado contra una farola y palpándome los huesos (o los sesos), pero ella supo frenar a tiempo y pude volver así a la cansina cadencia de mi pedaleo moroso aunque constante. Próximamente, con el corazón algo triste pero estable, partiré desde la puerta de mi casa en bicicleta hacia Berlín, adonde espero llegar en 15 días.
No me dirijo a la antigua capital del Reich para nada en concreto, más allá de visitar a otra y mejor amiga, por más vieja (en el sentido de la duración de la amistad, pues es más joven que la primera), que también circula por el mundo algo revolucionada, aunque su carisma sea más bien ácrata.
Voy, pues, de una guerrillera frustrada a quien, en la exacta formulación de Frank Delgado, le queda chiquito el término progresista, a una mujer de acción directa. Iré pedaleando, como quien dice, del POUM a la FAI, organizaciones con las que comparto una cierta complacencia y solidaridad en el fracaso, ese que, según los psicólogos, ejerce una atracción irresistible en las almas más sensibles o atormentadas.
No me considero una persona especialmente torturada ni tortuosa, pero experimento una relativa seducción morbosa por un estado de ánimo que siempre es inspirador para la escritura, única actividad que soy capaz de ejercer con un mínimo de solvencia. En ese trance he producido algún que otro poema pasable que, por supuesto, se quedó en el cajón.
Durante el período de latencia vital que supuso el confinamiento por la pandemia de Covid-19 devoré El hombre que amaba a los perros, de Leonardo Padura. Ahora estoy enfrascado en la lectura de Una belleza terrible, de Edurne Portela y José Ovejero. Ambas obras me fueron facilitadas por el editor de esta columna, muy buen amigo y poseedor de una envidiable y selecta biblioteca revolucionaria, sección Cuarta Internacional.
Por supuesto que, en mi juventud, me sumergí en las apasionantes páginas de Mi vida, las memorias dictadas por Lev Davídovich Bronstein durante unas vacaciones forzosas, cortesía del camarada Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, en una isla de la Propóntide cercana a Constantinopla. En ese tiempo también leí con fruición La segunda muerte de Ramón Mercader, una de las obras magnas del miembro del Comité Central del PCE en el exilio Jorge Semprún.
Las tres novelas y el ensayo autobiográfico exudan fracaso, en los casos de Padura y Semprún perfumado con la experiencia vital de habitar dentro de una revolución salpicada de escombros tropicales y, en la peripecia concreta del también ministro de Cultura con Felipe González, de haber salido vivo, que no indemne, de una purga estalinista en sentido estricto.
Semprún esquivó, por suerte para él y para los que hemos gozado de su obra literaria (Netchaiev ha vuelto) y cinematográfica (Z) posterior, su propia Defenestración de Praga, puesto que fue literalmente expulsado del Partido durante una reunión del buró político en un castillo de la capital checoslovaca, que bien podría ser el que inspirara la asfixiante novela de Frank Kafka. Y aún tuvo tiempo de escribir la biografía de su alter ego clandestino, Federico Sánchez, e incluso de matarlo literariamente, tras sobrevivir a un segundo intento de defenestración, aunque mucho menos vertiginosa, desde la planta baja del Palacio de la Moncloa.
Fracasados entre los fracasados, tozudos entre los tozudos, de los trotskistas hay que aprender, y aún más en estos apresurados tiempos, la constancia y la paciencia
No me consta que ninguno de los autores mencionados haya sido trotskista (tampoco Trotski, por razones ontológicas), aunque en algún momento pudieran simpatizar con sus descalabros e incluso con un élan que, cual Sísifo, los impele a arrastrar una y otra vez la misma piedra. Fracasados entre los fracasados, tozudos entre los tozudos, de los trotskistas hay que aprender, y aún más en estos apresurados tiempos, la constancia y la paciencia. No lo fían todo a un final escatológico pero casi.
Si la revolución proletaria se derrumbó de vieja y carcomida, la suya resultó aniquilada cuando aún estaba brotando. Padecieron el exterminio físico, desde el helado gulag soviético hasta el sofocante piolet mexicano, pasando por la seca bala en la sien en cualquier callejón de Londres, París, Ámsterdam o Barcelona.
Y ahí siguen algunos, pocos, intentando construir frentes que paren los pies a un capital cada vez más compacto, intocable e impune, y confiando en que el ser humano es perfectible hasta el punto de entregar su vida por la causa de la igualdad y el bienestar de la Humanidad.
Yo, más modestamente, soy trotskista, pero de salón, o más bien un diletante, un flâneur de la épica, la estética y la ética revolucionarias. Me admiran y me conmueven por su sacrificio, pero no concibo una vida de compromiso y militancia tan incómoda y desagradecida.
En mi perplejidad permanente, también me declaro humildemente cristiano. Por eso, solo aspiro a contarme entre sus compañeros de taxi para que, llegado el día del último viaje (siempre Machado) y habiendo pagado religiosamente la carrera, me presente a las puertas del Paraíso ligero de equipaje y con el pasaporte en regla y el visado correcto, al haber circulado por este mundo sin atropellar a nadie. Y confío en que, entre mis avales, pueda mostrar al menos el de la buena voluntad hacia el prójimo y el de haber sido machadianamente bueno.
PS. Al final, viajé con la guerrillera a Marruecos, quien, hacía poco, había estado en Vietnam y volvió algo asqueada y aún más frustrada porque un régimen que había derrotado con tanto sacrificio al imperialismo hablara inglés y viviera rendido al capitalismo más burdo y rapaz. En Marrakech, derrochamos las horas en su inmenso zoco, comprando y regateando cada dirham. Ni siquiera vimos el desierto calcinante, pero lo pasamos pirata (aunque esto no evitó que unos días después ella me pasara por la quilla) y pude informar a casa que tout va très bien, madame la marquise.
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